El marinero de Gibraltar, de Tony Richardson
Cambios. Esa podría ser una manera de explicar el interesante proceso creativo de El marinero de Gibraltar. Marguerite Duras comenzaba, a finales de la década de los ’50, a modular una voz cinematográfica -primero como guionista, luego también como realizadora- que terminaría explotando en sus propias películas. En paralelo a su escritura, eso que podríamos llamar estilo en Duras fermentaría en un cine radical, en el sentido más literal de la palabra, nacido en simbiosis con su prosa. Para todo hay un antes y un después. Si Delphine Seyrig se identifica como el rostro reconocible de la trayectoria de Duras como cineasta, Jeanne Moreau lo es de sus primeras adaptaciones, aquellas que filmaron Peter Brook y Tony Richardson. Este último, recién salido del free cinema británico, se encargó de dirigir la adaptación de El marinero de Gibraltar en uno de esos raros ejemplos -el otro podría ser el de George Cukor y su visión de la Justine de Lawrence Durrell- de trasvase entre cine y literatura.
Así, la película es el resultado de una confluencia de talentos de distinta procedencia. Por un lado, Christopher Isherwood tras su guion; por otro, Raoul Coutard como encargado de captar la luz especial que emana durante la travesía marítima; la música de inspiración griega de Antoine Duhamel y la presencia como secundario de Orson Welles recién salido de Campanadas a medianoche hacían el resto. Expulsada de su paisaje natural, la cámara de Richardson captura instantáneas precisas de cada lugar que encuentra, ya sea durante su periplo italiano o una vez sumergida en alta mar. Como una extensión de las tribulaciones de su protagonista, Alan, el montaje nunca acaba de calmar su ímpetu, como el de alguien que no encuentra sitio donde quedarse y fuerza a la propia historia a avanzar a golpes. Tal vez por eso, la voz en off, ese elemento que en manos de Duras aporta un sentido especial a lo narrado, se inmiscuye de tanto en tanto recordándonos la insatisfacción vital que su protagonista no acaba de decidir cómo atajar.
Para Alan, el viaje junto a su compañera no revela más que el tedio propio de esa clase social atascada en el compromiso con lo cotidiano. Por eso, en su primer encuentro con Anna, la imagen que dibuja en su mente es aquella que le devuelve la visión tras el catalejo: el velero Gibraltar atracado en el puerto, listo para soltar amarras en cualquier momento. A menudo nos preguntamos hasta qué punto resulta fácil soltar nuestras propias amarras, abandonar la vida segura y buscar otro lugar. Quizá a Alan le sucede el minúsculo rapto de belleza tras la canción que Anna le narra en pleno viaje, con esa pasión de sirena encantadora. Un rapto, un gesto espontáneo que frena la tentación de adjudicar una palabra para definir un estado emocional demasiado complejo. Tan complejo como buscar a un marinero fantasma de puerto en puerto, de travesía en travesía, como un viaje que en algún momento nos exigirá explicaciones.
Si Marguerite Duras hubiese rodado El marinero de Gibraltar, probablemente la historia nunca abría abandonado los límites de Trouville. Richardson, en cambio, imagina una película que nunca deja de moverse, aunque paradójicamente sus mejores momentos tengan lugar en el interior de un camarote o apoyados junto a la borda del barco. El amor es como aquella nave que se reconstruía una y otra vez antes de atisbar la orilla; existen muchas versiones y todas ellas son correctas. Alan, un personaje sobre el que Richardson subraya sus impulsos sexuales, no tarda en desear la muerte de ese marinero nómada, porque nota en su interior que desea la vida junto a Anna. La búsqueda aventurera, que Coutard refleja con unas imágenes que recuerdan a su pasado como fotógrafo de otras culturas, no logra ocultar el deseo de muerte, de ocupar el lugar asignado al marinero. Cuerpo por cuerpo.
La hermosa imperfección del filme de Tony Richardson, donde los sentimientos más elevados son tratados de manera pueril, y viceversa, no desprecia su interés por la prosa de Duras. En este punto habría que pensar en qué grado influyó Isherwood, escritor y guionista, a la hora de entender la novela original, de aportar mayor robustez y definición a lo que, por momentos, parecen ligeras inscripciones y pequeñas intuiciones. Como preguntas que duelen y que no queremos terminar de formular. Por eso, El marinero de Gibraltar de Tony Richardson es una película donde se lanzan muchas preguntas, a través de monólogos interiores, de las miradas melancólicas de Jeanne Moreau o del deseo casi erótico del personaje incorporado por Ian Bannen. Preguntas que a veces se dirimen en su componente de aventura exótica y que, en el mejor de los casos, Richardson sabe capturar en los rostros, en los silencios de sus protagonistas, cuando el ingenuo salvaje se acostumbra a mirar un poco más allá de su horizonte. Ese, posiblemente, es el detalle más notable del filme, su voluntad de cambio, de acercamiento a una sensibilidad completamente opuesta. Duras, tal vez, no habría planteado tantas preguntas y habría preferido fijar su atención en las esquirlas de esa insatisfacción o de esa búsqueda de no sentirnos tan vacíos. Lo bonito de esta extraña adaptación reside, precisamente, en pelear incansablemente con todo, en buscar respuesta en cada golpe de cámara, como si realmente hubiese sentido esa ansiedad que atenaza las páginas de su original.